APOCALIPSIS, de D. H. Lawrence: extrema bondad, extrema fuerza

Apocalisis - D. H. Lawrence
Solo la gran ramera de Babilonia se muestra espléndida, vestida de púrpura y escarlata, a lomos de su bestia escarlata. Ella representa la vertiente maléfica de la Magna Mater, revestida con los colores del sol colérico, asentada sobre el gran dragón rojo de la cólera del poder cósmico: espléndida, domina, y espléndida es su Babilonia, como les gustaba asegurar a los últimos apocalípticos acerca de los diabólicos oro, plata y canela de Babilonia. ¡Cuánto los odiaban! ¡Cómo envidiaban el esplendor de Babilonia! ¡Envidia, envidia! ¡Qué no darían por destruirla por completo! Espléndida, la ramera se acomoda con su copa dorada del vino del placer sensual en la mano. ¡Cuánto no les habría gustado beber de esa copa! Pero como eso resultaba imposible, ¡cuánto les hubiera gustado acabar con ella! [p. 135 de la edición de Losada, Oviedo 2006].
En esta grandiosa figura ctónico-cósmica de la prostituta de Babilonia resumimos todo aquello que muchos como Lawrence quisieran contraponer a la figura judeocristiana -clave - resumen - argumento - figura - muñeca rusa - arquetipo mercurial-. El problema de las abreviaturas, de los deslizamientos e hipóstasis del Tetragrammaton, de senderos que acortan tanto que se perdió el camino y se ignora a dónde se alcanzó. Resentimiento contra unos resentidos a los que quizá tan sólo se les endosa el propio resentimiento; de pajas y vigas, de reflexividades y espejos embarrados. ¿Qué león denunciará a la gacela? ¿Qué fortaleza verá tan sólo conjuras en su contra? ¿Qué poder sentirá la culpa? ¿Qué voluntad verá tan sólo obstáculos?

El baile obsceno y sensual de la prostituta de Babilonia, ¿perderá su gracia a causa de su público, observador tan bizco que sólo tiene ojos para su público, para ser público? ¿Para convertir aquello que es en público, y denunciarse como tal, cubriéndolo de denuncia a lo otro?

Cuánto bizquear, cuánta miopía resentida que sólo sabe denunciar aquello que encuentra en sí misma, qué falta de auténtico valor, de auténtica voluntad. Cuánto epígono de Nietzsche que no supo leerlo, que olvidó -convenientemente, lo que hubiera sido una acusación en contra de sí- lo que el alemán dijo de Spinoza, de Pascal... Qué fácil sería convertir al judío, al cristiano, en los imprescindibles chivos expiatorios, qué fácil contraponerlos a esplendores pasados -muertos, pasados-. Ojalá no hubiera siempre un espejo en aquello que se quiere aniquilar, ojalá no hubiera resistencias... O bien, ojalá se tuviera la auténtica fuerza, el auténtico orgullo, la auténtica grandeza para no contraponer, maldecir, negar, sino afirmar, erguirse y amar, con ese amor puro de la voluntad, del poder mismo, de la extrema bondad que es extrema fuerza.

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